Una humanidad integrada: retos y beneficios

La globalización es el proceso de integración de toda la humanidad. Tiene aspectos económicos, sociales y culturales complejos. Así, el libre flujo de mercancías permite capturar economías de escala y aprovechar a plenitud la reducción en el costo del transporte derivada de barcos más grandes y más eficientes en su operación, puertos automatizados en alto grado y sistemas de información y comunicación modernos. Sin embargo, la libertad de comercio puede tener consecuencias contraproducentes desde la perspectiva económica para el largo plazo si, por ejemplo, un país tiene moneda muy fuerte como consecuencia de la confianza de los inversionistas de otros países en su ordenamiento institucional, como hoy ocurre a Estados Unidos. La posibilidad de comunicaciones fáciles con otros puntos del planeta produce beneficios enormes, pero puede causar la pérdida de patrimonio cultural valioso, e incluso la desaparición de lenguas fruto de procesos de construcción de comunidad durante miles de años.

El proceso de globalización se ha acelerado en las últimas décadas, pero comenzó hace medio milenio, cuando la nave de Bartolomé Dias dobló el Cabo de las Tormentas y Colón descubrió América para los europeos. Desde ese momento Occidente se desató en la tarea de imponer sus pautas en otras regiones. El suministro de azúcar a partir de caña, vegetal asiático, a Europa, desde el Caribe y Brasil, motivó la importación a América de millones de esclavos de África. La conquista inglesa del subcontinente indio en el siglo dieciocho resultó en crisis de la industria textil local y la sustitución de su producto por telas producidas en Inglaterra con algodón, materia prima suministrada desde el sur de Estados Unidos, también con mano de obra esclava hasta 1865. El proceso de integración social del mundo se aceleró desde el siglo diecinueve, con la migración de europeos a Estados Unidos y de chinos al sudeste asiático, donde adquirieron prominencia en la economía.

La apertura comercial del mundo, que se había acelerado hasta el comienzo de la primera guerra mundial en 1914, se detuvo hasta terminar la segunda en 1945. Desde entonces se ha retomado, primero con la timidez motivada por la conciencia de la importancia del estado en la economía impulsada por los escritos del pensador inglés John Maynard Keynes, y desde los setenta sin muchas restricciones, en armonía con la orientación del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Además se generalizaron la flexibilidad de las tasas de cambio, y la libertad para los flujos de capital internacional. En contraste, la movilidad del trabajo sigue restringida por linderos de países-estado cuyos diseños institucionales no tienen la flexibilidad necesaria para enfrentar los grandes retos de la humanidad hoy ni, en muchos casos, la capacidad para aportar elementos para atender los grandes retos de hoy.

La revolución industrial de finales del siglo dieciocho en Inglaterra, y desde el siglo diecinueve en Europa Occidental, Estados Unidos, Australia, Canadá y Japón, aumentó en forma sorprendente el ingreso e impulsó la urbanización y la educación universal. Sin embargo, también trajo consigo problemas complejos. Hoy se sabe que el impacto del crecimiento económico en el medio ambiente puede desbordarse. La población se dobló en el siglo diecinueve y se multiplicó por cuatro en el siglo veinte, lo cual significa requerimientos crecientes de recursos para atender las necesidades. Los ingresos tienden, además, a aumentar, y en mayor grado en el caso de los segmentos más privilegiados. De otra parte, hay riesgos de destrucción total de la vida en el planeta como consecuencia de la existencia de arsenales nucleares, algunos en manos de gobiernos totalitarios en países subdesarrollados, como Corea del Norte, o promovidos por particulares como el conocido físico paquistaní Abdul Qadeer Khan. La presión ambiental, la agudización de la desigualdad, los riesgos de destrucción total y la piratería cibernética requieren alguna autoridad con capacidad coercitiva mundial.

El papel de las ciudades cambia en la economía globalizada. Ellas, como puntos de convergencia y lugares diseñados para la convivencia, construyen cultura a partir de la convivencia y compiten por inversión y oportunidades para sus habitantes y los de las regiones adyacentes; además pueden establecer relaciones cooperativas con otras ciudades en países diferentes. El asunto trasciende las consideraciones nacionales, pues el competidor de una urbe es otra con elementos económicos y sociales similares situada en otra parte del planeta. Los objetivos de las diversas comunidades no siempre coinciden con los de las instituciones de sus respectivas naciones-estado, e incluso pueden tener diferencias, como suele ocurrir en el caso de ciudades fronterizas.

Así las cosas, las instituciones públicas del planeta hoy, en general, no son apropiadas para las tareas locales, nacionales y globales, en tanto que la red mundial se robustece con el flujo masivo de información al alcance de muchas personas. Esta circunstancia diluye lealtades nacionales, abre las puertas para alimentar intenciones de movilidad horizontal y obliga a revisar las formas de ordenamiento para todo el planeta y para cada uno de sus rincones. Aunque el flujo físico de personas enfrenta barreras normativas y limitaciones de carácter cultural, la integración del mundo a través de medios de comunicación antes impensables es inatajable: se divulgan ideas que enriquecen los procesos de construcción de conocimiento e innovación, y además se impulsa el comercio de bienes y servicios en todo el orbe.

Colombia, como casi toda Latinoamérica, no se ha preparado para abordar las tareas que esperan a lo público en la globalización. Sus procesos para construir normas, impartir justicia y administrar los asuntos públicos no son apropiados. Su infraestructura no facilita la competitividad de sus ciudades región. Lo más grave es que su población no tiene los niveles de educación requeridos para competir en este nuevo mundo posmoderno que enfrenta. Sin embargo, es trabajadora, perseverante y creativa, y en gran proporción rechaza en forma categórica la corrupción rampante. Una mirada colectiva al espejo puede ser decisiva como punto de partida para un futuro mejor para toda la población. Solo falta el grupo apropiado de personas capaces de dar el impulso decisivo a un proceso que puede ser inatajable y llevar al país a niveles de bienestar espiritual y material sin precedentes…

* Las opiniones expresadas en este espacio de deliberación, pertenecen a los columnistas y no reflejan la opinión ni el pensamiento de la organización Consorcio Ciudadano.

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