Que el miedo no nos gane la batalla

La historia de Cali tendrá que decir que la violencia y el crimen se volvieron parte de su cotidianidad en las últimas décadas del siglo XX y en los primeros años del siglo XXI. Las últimas dos décadas han sido particularmente críticas y las más violentas registradas, por cuenta de fenómenos asociados al conflicto armado, el narcotráfico y las actividades ilícitas derivadas del desarrollo de economías subterráneas. En 1994, por ejemplo, se registró una tasa de homicidios de 120 por cada 100 mil habitantes y 2239 asesinatos, según cifras de la Policía. En 2015, gracias al esfuerzo particularmente grande desde 2010 hasta hoy, la tasa descendió a 56 muertes violentas por cada 100 mil habitantes y 1378 homicidios en total. Sin embargo, a pesar del acierto de las últimas administraciones para mejorar estos indicadores – algo que algunos sectores de opinión se niegan a aceptar con cierto dejo de mezquindad-, Cali sigue contando con el doble de los homicidios que el promedio nacional. El panorama es más complejo cuando la mayoría de estos homicidios, casi el 90%, se cometen en los sectores donde la incidencia de pobreza es mayor y en los que la presencia del Estado es más débil y, por tanto, proliferan actividades ilegales con mayor facilidad. Una violenta mezcla de violencia, desigualdad y economías ilegales.

Pero hay que aceptarlo: hoy mueren menos personas violentamente y la tendencia, particularmente en los últimos tres años, es que los indicadores siguen mejorando. No es motivo de celebración en lo absoluto y aquí conviene detenerse por un momento. Si bien lo éticamente correcto es que no muera ni una sola persona de forma violenta, entre lo deseable y lo factible hay una brecha enorme y es preciso aceptar que no podremos llevar a cero los homicidios y que su reducción toma tiempo, máxime con unos determinantes que a veces distan del control exclusivo de la alcaldía. Pero hay resultados positivos y merecen un reconocimiento y un llamado a seguir perseverando: estamos de acuerdo que en Cali el respeto por la vida debe ser una prioridad y para defenderla requerimos mayor efectividad y eficiencia de las autoridades y hacer esfuerzos enormes en la lucha contra la exclusión.

Sin embargo, mientras las muertes violentas disminuyen, los hurtos callejeros han aumentado y han exacerbado la pésima percepción de seguridad de los caleños. Podría citar unas cifras, pero basta que el lector piense en cuántas noticias de robos ha recibido de sus allegados para entender la magnitud del reto. Son más de 8000 víctimas de asaltos en la ciudad en lo corrido de 2016, que deja más de 20 registros por día en promedio, lo que hace que hoy el ciudadano se sienta inseguro y tenga una actitud prevenida que en nada contribuye a la construcción de confianza, clave para la recuperación del capital social. La sensación que persiste es que la justicia no actúa, la policía se queda corta y desde la administración no se toman medidas. Por supuesto, existe un reto en materia de política pública que debe asumirse de forma inmediata.

La ciudad cuenta con alrededor de 270 policías por cada 100 mil habitantes, similar a la tasa que presenta Bogotá y por debajo del indicador sugerido por la ONU, que bordea los 300. Sin embargo, el asunto no parece ser simplemente de tamaño del cuerpo policial -la policía ha crecido, su presupuesto anual aumentado y aun así los hurtos no se han reducido-; estoy convencido que el gran reto de las autoridades es actuar con mayor eficiencia. Existen algunos estudios que, con bastante evidencia empírica de ciudades del mundo desarrollado y en desarrollo, sugieren que cerca del 50% de los delitos se cometen en el 5% de las cuadras, lo que quiere decir que los crímenes en las ciudades se encuentran altamente concentrados.

Quizás, entonces, la clave del éxito en la estrategia de seguridad esté en focalizar esfuerzos y en implementar estrategias diferenciadas según las cualidades de los distintos territorios. No se espera que la policía cubra permanentemente los casi 600 kilómetros cuadrados que ocupa el casco urbano de Cali, pero sí parece fundamental el diseño de una política pública que entienda las causas multidimensionales del crimen en la ciudad, su distribución en el espacio y las características de cada territorio. Queremos una ciudad donde cada vez se mate a menos personas -lo estamos logrando-, pero también queremos una en la que tener un teléfono celular no sea un oficio peligroso. Al alcalde Armitage y su gobierno les queda el reto de devolverle la tranquilidad a los ciudadanos; creo y confío que puede hacerlo. Que en Cali el miedo no nos gane la batalla.

* Las opiniones expresadas en este espacio de deliberación, pertenecen a los columnistas y no reflejan la opinión ni el pensamiento de la organización Consorcio Ciudadano.

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