El tratado ambiental de la discordia

Nuestras cámaras legislativas están tramitando la aprobación del denominado convenio de Escazú en medio de discusiones que día a día suben de tono. Hay quienes defiende el instrumento atribuyéndole beneficios que no posee, y hasta afirman que su adopción pondrá fin al asesinato recurrente de ambientalistas.

Aunque a primera vista Escazú tiene objetivos loables como garantizar el acceso a la información ambiental; asegurar la participación pública en las decisiones y contribuir a proteger el derecho a un ambiente sano, el convenio contiene también disposiciones inconvenientes, capaces de dar al traste con los proyectos de desarrollo requeridos para generar oportunidades de empleo, ingresos e inclusión.

Un aspecto preocupante es que las disposiciones del tratado serían prácticamente inamovibles por tener categoría superior a la de cualquier ley de la República. Esto se debe a que según nuestra Constitución los convenios internacionales que tocan derechos fundamentales, y este es el caso, prevalecen sobre las disposiciones de carácter interno (Art. 93 CN). En otras palabras y para los efectos prácticos sería una normativa de rango constitucional.

La cuestión se vuelve peliaguda cuando se considera que el acuerdo suscrito por veinticuatros países de América en el 2018, está plagado de generalidades y términos etéreos, lo cual permitiría abusos interpretativos. Así por ejemplo, el texto indica que las partes se guiarán entre otros por el principio preventivo; el precautorio; el de equidad intergeneracional; y el de máxima publicidad, pero en ninguna parte el articulado explica el alcance de estos conceptos novedosos, que apenas comienzan a ser objeto de atención por la doctrina jurídica.

El acuerdo también crea la obligación de implementar la participación abierta del público en las decisiones ambientales. Como consecuencia las consultas en este campo dejan de estar limitadas a las comunidades con interés directo, y tendrán que incluir otras poblaciones indeterminadas. Así las cosas, habitantes del Putumayo podrían terminar metiendo basa en licenciamientos ambientales de Cundinamarca.

El tratado llega al punto de ordenar a los signatarios promover la participación del público en negociaciones internacionales con incidencia ambiental, lo que significa un golpe inaceptable a la soberanía del Estado en la conducción de las relaciones internacionales. Para completar el cuadro se crea un organismo denominado Conferencia de las Partes, la cual tiene entre sus atribuciones adoptar cualquier medida que se estime necesaria para lograr los objetivos del acuerdo. Otra renuncia a la soberanía nacional, esta vez con impactos impredecibles.
A lo anterior se agrega que los países adherentes al pacto deberán poner a disposición del público toda la información ambiental considerada relevante, e incluso la contenida en contratos y convenios con terceros.
Un procedimiento que desbarata las garantías legales de privacidad y
reserva en los negocios.

Es cierto que la estructura legislativa de Colombia en materia ambiental está rezagada. Pero la solución no está en el convenio de Escazú. Mejor sería que Gobierno y Congreso se propusieran generar sin dilación los instrumentos normativos necesarios, comenzando por hacer ejemplarizantes las penas para quienes atenten contra los cuidadores del ambiente.

 

Columna recuperada del Diario El País
Foto de Alena Koval

* Las opiniones expresadas en este espacio de deliberación, pertenecen a los columnistas y no reflejan la opinión ni el pensamiento de la organización Consorcio Ciudadano.

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